Muerte en Kinshasa
   
     Siempre recordaré las caras atónitas y los rostros sin esperanza que vi cuando bajé del viejo y ronco avión en Kinshasa.
    Cuando avancé unos metros y el motor dejó su trastabilleo, una nube de jóvenes negros se abalanzó,  ya sin miedo, con el noble afán de llevar nuestros equipajes y ganarse así unas monedas para aliviar su sustento.
    Kanu era un adolescente de una delgadez casi insultante, sobretodo para un orondo europeo con el frigorífico siempre lleno y el colesterol alto, pero su agilidad felina daba a entender que estaba en un estado óptimo.
    Con tanto equipaje Kanu se cimbreaba a ambos lados hasta llegar al coche que me llevaría al hotel Queen Elizabeth, ubicado en el barrio de Kintambo.
    Tras el pago del servicio,  aquel joven de ojos enormes y labios carnosos se ofreció para ser mi guía con tanta vehemencia  que casi era molesto y me obligaba a decidir, de manera radical qué hacer. Así que, confiando en mi intuición,  le dije que subiera al coche.
    Una vez en el hotel, quedé con mi joven guía a las doce del mediodía para emprender lo que me había llevado a aquella ciudad. 
    Suerte que había unos buenos ventiladores en la habitación y que junto con la sombra que proyectaban unos frondosos árboles del jardín,  hacía que la temperatura fuese muy agradable.  Coloqué mi equipaje de la forma más ordenada posible en aquellos cajones de fibra y tela, y me premié con una ducha tonificante que me dejó el cuerpo  y el espíritu en plena forma.
El desayuno del hotel era una fuente de azúcares vegetales de piña, coco y frutas desconocidas, pero muy sabrosas.
    Extraño contraste para un país en el que "se lucían tanto los huesos".
    A las doce estaba preparado y, al bajar al hall del Queen Elizabeth, me encontré a Kanu, que ya había llegado, pero no estaba solo. A su lado vi a una joven de color con el pelo negro azabache muy corto y en sortijado,  que me sonreía como esperando mi aprobación  o mi consentimiento  para acompañarnos.
    - Kanu, ¿quién es? -le pregunté mientras dejaba las llaves el mostrador de recepción. 
    - Es mi hermana mayor, Sara,  que quiere hablar con usted para que la ayude a salir del país,  pues está perseguida por razones políticas. 
    - Sí señor -dijo con una voz clara y muy segura la joven. Le pido que escuche mi historia y después juzgue si ayudarme o no.
    - Vale, pero me lo contarás de camino al taller de marfil de Surua en la calle Mayor.
    Emprendimos el camino a pie pues no estábamos lejos. Las casas eran pobres y de arquitectura muy simple aunque, a medida que nos acercábamos al centro, ya sobresalía alguna estructura en piedra con aspecto más señorial.  Los habitantes estaban enredados con sus cosas, en un ajetreo de pequeños recados, trueques de supervivencia y los más buscando la sombra. Sara empezó su relato con prontitud.
    - Ya cuando estaba en la escuela, los profesores me llamaban Sasa "la rebelde" y es que, desde muy pronto, empecé a no callar todo lo que veía injusto, costara lo que costara. Pero un día con18 años, recién cumplidos, en una manifestación antigubernamental, fui vapuleada y detenida. Me acusaron de insubordinación y me encarcelaron durante diez días. Contar lo que vi en aquella cárcel me pone los pelos de punta, por lo canallas que eran los guardias torturando y violando a hombres y mujeres sin piedad, pero lo que aún persiste en mi memoria es la mezcla de olores nauseabundos que se respiraban. Pues bien, al salir libre, lo único  que ocupaba obsesivamente mi cabeza era la idea de luchar contra lo vivido en la cárcel, así que me alista en el M R K (Movimiento Revolucionario de Kinshasa).
    La joven Sara reventó literalmente  por dentro. No hubo tiempo de ser conscientes de lo ocurrido,  desde un Land Rover marrón de la policía habían disparado dos proyectiles explosivos, uno a cada hermano.
    Me quedé con el corazón tan encogido que aún hoy, sentado en mi sillón favorito y contemplando las evocadoras casas de mi ciudad, Brujas, no encuentro las palabras que puedan expresar lo extremadamente pequeño que me sentí.
    





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